sábado, 25 de abril de 2020

I.- Califato independiente

     En el giradiscos, la aguja de diamante del fonocaptor aún profundizaba en el surco final del vinilo, sin posibilidad de sacar nota alguna que no fuera la rutina del golpeteo seco al terminar cada vuelta. Unos tenues rayos de sol se filtraban entre las rendijas de la persiana, a medio cerrar, que daba paso a una terraza de unos cuarenta metros, con infinitas macetas de geranios y rosales, convertida en mirador del río y su paseo, tan desierto a estas horas del amanecer y tan lleno de vida en pocos minutos. Era el ático de un inmueble de cuatro plantas, situado en una calle de las más bohemias de la ciudad, refugio de pintores, escritores y músicos, artistas en una palabra, con una reducida muestra de locales y garitos de lo más variopintos, donde cada uno podía sentirse tan cercano a las personas de su derecha, como ajeno a las de enfrente o indiferente a las de la izquierda, sin que ello provocase incomodidad alguna en la reunión.
 
     Había elegido su residencia, como tantas otras elecciones en su vida, por esnobismo, por ser diferente a los amigos que se habían mantenido junto a él desde la infancia y a los nuevos que había ido haciendo en función de sus intereses profesionales. Era una forma de reivindicar una independencia emocional de su mundo, pues al llegar a su esfera, como le gustaba denominar a su hogar, rompía con todos los lazos que le ataban al exterior. Sin embargo, le agradaba recordar que no había sido siempre así, lo que le angustiaba era precisamente la inocencia perdida en tantos años de éxitos, cómo su vida se fue enredando sin que él la pudiera manejar, dejándola a merced del destino sin intentar hacer un acto que le devolviera a la felicidad de antaño.
 
     El humo de los cigarrillos, consumidos durante la larga noche de recuerdos, flotaba sin escapatoria por la sala, mezclando su hedor con el olor a alcohol; en el sofá, su cuerpo yacía semidesnudo y sudoroso, cayendo lánguida su mano como si buscara el vaso que contenía el último sorbo de bourbon, licuado con el hielo derretido. En la mesa revistero, restos de ese polvo blanco que altera la conciencia, una VISA ORO con los bordes manchados de cocaína y una porción de pizza aún por terminar. Por el suelo, se esparcían mezclados discos de su época juvenil, que durante la noche habían estado garabateando en su cerebro retazos de vidas, su propia vida y la de su alrededor, vistas desde un plano superior, en imágenes cimbreantes que saltaban en el tiempo y que él, desde su conciencia alterada por el consumo de alcohol y drogas, intentaba, sin éxito, darles un orden.
 
     La primera imagen que vino a su mente fue la de su madre, un pelo negro, intenso en su oscuridad, unos ojos azabache, resplandecientes de vida, una tez morena y, a la vez, límpida, un rostro que le transmitía serenidad y consuelo sonriéndole mientras lo vestían unas manos tiernas y protectoras, percibía claramente sus leotardos marrones, los motivos geométricos en tonos amarillos de su jersey de lana marrón y sus zapatos negros de hebilla. Debía tener apenas dos años y era su segundo día de asistencia a la amiguilla, un nuevo espacio que conoció el día anterior, un lugar donde además de jugar con otros niños de su edad en un inmenso patio, emborronaba dibujos y esbozaba sus primeras letras al amparo de una profesora de rostro severo y palidez fantasmal que intentaba corregirle desde su atalaya de adulto, el recuerdo de la destartalada habitación, fría, sombría, sin más refugio que su silla y una mesa, y la intransigente institutriz, aún le causaba congoja.
 
     - Dime Víctor, ¿por qué no quieres ir a la amiguilla? – Sentía la voz maternal próxima, difuminada en el ambiente del sonido de fondo, y acogedoramente cálida.
 
     - Mis amiguitos no me dejan jugar con ellos. – Respondió entre sollozos con su media lengua de niño pequeño y la voz entrecortada, aferrándose fuertemente al cuello de su madre y guardando su miedo a la maestra.
 
     - No te preocupes, es porque eres nuevo y no te conocen. Ignóralos, no llores, como si no te importara, y verás como alguno se te acerca y empieza a jugar contigo.
 
     Así lo hizo y así pasó, como su madre había pronosticado. Recordó de inmediato que fue la primera lección vital de la que tenía memoria y, desde entonces, lo aplicaba a rajatabla en situaciones análogas, -“sé tú mismo sin que te influya lo de alrededor”- le gustaba ordenarse. Con el tiempo, no sólo hizo amigos sino que se convirtió en el líder de aquel grupo de chiquillos; la pedagoga, cruel a sus ojos, aún asomaba su faz en alguna que otra pesadilla.

     En un giro vertiginoso, su mente volvió a la realidad de su existencia actual, martilleándole en lo más profundo. Días antes, como siempre, había sonado el despertador a las seis y media, tras una ligera ducha y un plácido afeitado, sin desayunar, se dirigía a su despacho de abogado, consciente de la jornada que le esperaba. Era la víspera del inicio del juicio dónde se jugaba todo su prestigio, aquél que determinaría si podría seguir ejerciendo no sólo su profesión, también su propia vida. Pero no era eso lo más importante para él, sino que todo saliera a la luz, que el ídolo de aquella pandilla de amigos y el inteligente profesional, acabara convertido en un recuerdo doloroso para todos los que mantuvieron con él algún tipo de relación, emocional o comercial.

     En el silencio sepulcral del garaje rugió, tartamudeando, el ronco motor de 1340 c.c. de su Harley-Davidson, una Heritage Softail de color rojo burdeos metalizado, en la oscuridad artificial del sótano resplandecían espectaculares sus cromados impolutos al menor indicio de luz, era una obsesión, una de tantas, el pulirlos constantemente con una gamuza antes de montar o al bajar, con objeto de eliminar las más imperceptibles huellas que pudieran tener, cada uno de aquellos cromados tenía una historia de búsqueda y encuentro que hacían de su personalización una prolongación de su propio ser, junto a los neumáticos, con la banda lateral en blanco inmaculado importados expresamente desde Estados Unidos, le daban a la motocicleta una apariencia señorial que distinguía su montura de otras personalizaciones más o menos chabacanas que abundaban en su club motociclista; adornaba el conjunto unas bolsas en cuero negro repujadas en arabescos cordobeses fabricadas artesanalmente, donde trasportaba los documentos que necesitaba. La motocicleta era el complemento perfecto a su espíritu libre, sentarse en un automóvil le oprimía el alma, no era claustrofobia lo que sentía, sino encontrarse prisionero de los vaivenes del tráfico y dominado por la situación.

     La bruma de su alrededor volvió a tomar relevancia en sus sentidos y recordó el sonido metálico de unas llaves girando sobre la cerradura de la puerta que separaba su vivienda del descansillo vecinal; se vio él, volviendo de aquel nefasto juicio, entrando abatido directo hacia el mueble bar y, sin más, agarrar la primera botella que estaba a su alcance, un suave giro de muñeca la liberó de su tapón tomando directamente un trago y, sin soltarla, se acercó hacia la vitrina del salón, repleta de vasos y copas de diseños variados, todos en cristal de Bohemia, cogió el primero que estaba a su alcance, llenó su interior con el licor bebiéndoselo a continuación sin más pausa ni descanso. Se contempló soltando sin cuidado el vaso y la botella en la mesa y dirigiéndose hacia la colección de discos de vinilo donde, ya con más mimo, seleccionó los que deseaba escuchar. La calidad de sonido del Compact Disc le resultaba demasiado aséptica y en situaciones de estrés, y ésta lo era de forma superlativa, acudía al sucio roce del vinilo que ejercía de bálsamo tranquilizador y le proporcionaba el placer fetal que estaba buscando. Eligió el primer disco a conciencia, buscando el que más opuesto se encontraba de su estado de ánimo, para, con el contraste, conseguir un reposo interno. No fue difícil, el instrumental con el que abría se iniciaba con cánticos que parecían proceder de otro lugar, una atmósfera sinfónica empezó a inundar toda la estancia y cayó tumbado en el sofá.

     Era “Tarantos”, suite emblemática del mejor grupo de rock sinfónico que él conocía y en lo más recóndito de su mente empezaron a agolparse nuevos recuerdos de sonidos progresivos y a su pensamiento vino la inmensidad estrellada de un cielo de noche estival, ya no se veían cielos así dentro de la luminosa fluorescencia de neones que asolan las grandes ciudades; allí, a la intemperie, jóvenes estudiantes celebraban el fin del curso universitario entre cubatas impregnados de ginebra y humeantes porros de marihuana y consumaban amores hasta entonces clandestinos, las palmeras datileras, que ofrecían un dulce y afrodisíaco aperitivo con su pesada carga de frutos dorados, y la música, ejercían de auspiciantes catalizadores. Grupos como Gong, Green Piano, Nuevos Tiempos, Smash, resplandecían en directo desde su memoria, asomado en una azotea que le servía de privilegiado palco,  observando la escena como si formara parte integrante de ella, en vez de un mero espectador intruso; recordó como sus padres y los de sus amigos se quejaban de aquellos melenudos que no les dejaban descansar las noches de concierto y al día siguiente toda la pandilla discutía sobre qué grupo o qué canción había sido la más sobresaliente y cuánto deseaban ser mayores para estar dentro del recinto  y así poder disfrutar in situ lo que desde las alturas sólo podían adivinar. En esas noches empezó su afición por la música progresiva y sinfónica, así como su afán de estudiar una carrera universitaria, sólo como trampolín para poder compartir una de aquellas fiestas, no pudo menos que estremecerse ante la ingenuidad infantil de sus deseos.

     La imagen del vaso acercándose a sus labios le transportó nuevamente hacia la víspera del proceso, ya en su despacho enmoquetado, frente a su mesa de superficie esmerilada, donde reposaba, servida puntualmente a las siete y un minuto por Alicia, su amable y sexagenaria secretaria, una humeante taza de café acaramelado, invariablemente de la variedad Kopi Luwak, un café exclusivo que se origina en Indonesia y que tiene la particularidad de proceder de una civeta de la zona que se alimenta de los granos de café en su estado más óptimo, el animal digiere sólo la parte más carnosa del grano y desecha la semilla que es recolectada a través de sus excrementos, lo descubrió en un viaje a la zona con unos clientes que querían importarlo, se sorprendió del proceso simple y artesanal de la elaboración del café una vez recolectado, el lavado, el tueste, el pelado semilla a semilla, desde entonces era el único café que tomaba. Metódicamente, después del segundo sorbo, comenzaba su repaso diario a la prensa, aunque ese día leía sin ver sólo los titulares de las noticias, se detuvo en uno de ellos que en su abstracción voluntaria se multiplicaba como un eco “Mañana comienza el juicio contra el empresario inmobiliario acusado de tráfico de cocaína”, el potente aroma que salía de la taza le despejó de su embelesamiento. La voz sonó rotunda, clara, concisa, a través del interfono

     - Alicia, el expediente del señor Magallanes, por favor.

    - Ahora mismo, Víctor. – Sin presencia de clientes, el trato entre ambos era fraternalmente afectuoso.

     - ¿Está ordenado tal como quedamos? – La pregunta no esperaba respuesta, sabía que sí, sólo escondía la necesidad de que lo dejase sólo.

     - Voy a seguir con la agenda, estoy en mi mesa. - Contestó, antes de salir cimbreante de la estancia, comprendiendo el requisito de su jefe. Le cautivaba la prestancia de su secretaria, la única que había tenido desde que montó el despacho, pero aún más su diligencia y sagacidad.

 

I.- Califato independiente

     En el giradiscos, la aguja de diamante del fonocaptor aún profundizaba en el surco final del vinilo, sin posibilidad de sacar nota alg...